Intercambio de monólogos (Llucia Ramis)

Una mañana, él recibió este mensaje de la au pair: “Me encuentro mal, hoy no podré cuidar a la niña”. Estaba allí mismo, en su habitación, al otro lado de la puerta. No había utilizado el grupo de WhatsApp que tenían los tres, sino un privado. Su mujer fue au pair de joven, y cuando él le contó lo que pasaba –ella ya había llegado a la oficina–, flipó con la chica: ¿tanto le costaba salir y decir que estaba enferma? ¿Tanto le costaba hacerse cargo de la niña, aunque tuviera unas décimas de fiebre? El marido cambió su turno para quedarse con la bebé. Al cabo de un rato, recibió otro mensaje de la au pair: le pedía que comprara medicamentos. Cuando él bajó a la farmacia con su hija en el cochecito, ella aprovechó que estaba sola en casa para atacar la nevera y, cargada con las sobras de la noche anterior –no sabía cocinar–, volvió a su cuarto, de donde no salió en dos días.

Mientras unos amigos me contaban esta historia, recordé la que viví con unas compañeras de piso, hace años. Se habían apoderado del lugar que hasta entonces compartíamos. No esperaban que regresara de París, donde había pasado una temporada, e intentaron echarme, aunque el alquiler estuviera a mi nombre. La estrategia consistía en fingir que yo no existía. No me dirigían la palabra, no me miraban. Para comunicarse conmigo, iban dejando post-its. En la cocina: “Compra leche”. En el lavabo: “Limpia el baño”. En el comedor: “Te toca barrer”. Siempre con mil signos de exclamación. Esa era la única prueba de que sabían que seguía ahí.

En ambos casos, habría sido mucho más fácil si, en lugar de mensajes, la parte interesada hubiera optado por hablar. Pero ya sea por pereza, timidez, pasotismo o provocación –falta de respeto hacia el interlocutor, en realidad–, se prefirió el imperativo textual. Uno manda el recado, y el otro debe acatarlo o hacer un esfuerzo para cambiar de código, consciente de que el primero no está por la labor. Esta se está convirtiendo en la manera habitual de comunicarse, ya sea en mensajes de voz, tuits, tertulias o debates políticos: un intercambio de monólogos en los que lo que diga el otro no importa. No se trata de entenderse y llegar a un acuerdo, sino de ver quién es capaz de aguantar más tiempo una situación insoportable. Resiste y vencerás.

Pero en contra de lo que nos hacen creer las redes sociales, el mundo no es como le gustaría a cada uno, entre otras cosas porque a cada uno le gustaría que fuera de un modo distinto. La convivencia se basa en aceptar que compartes espacio con personas con las que no compartes nada más. Al final, mis amigos despidieron a la au pair (por temas graves que no vienen al caso). Y en cuanto pude permitirme sola el alquiler, invité a esas compañeras de piso a que se fueran. De algún modo, resistimos y vencimos. Sin embargo, la victoria no era quedarse, sino estar todos bien.

(La Vanguardia)