A partir de la reciente aparición en nuestro país de la antología 'Lágrima extraña', del famoso poeta granadino Luis García Montero, aquí se hace una semblanza crítica de su obra, en la que no falta el diálogo con Joan Margarit, Luis Cernuda, Borges, Shakespeare y Baudelaire
Recientemente, la Coordinación de Literatura del INBA organizó una mesa redonda en torno a la poesía del español Luis García Montero, la cabeza más visible de su generación. Si bien su poesía tiende a lo social y a veces responde a letras de canción, no es el caso de la reciente antología, Lágrima extraña, que presentó en la Universidad Autónoma de Nuevo León, con su sello y el de La Otra. Da la impresión que la poesía de García Montero se ha venido, paso a paso, latinoamericanizando, y dialoga a ratos, sobre todo en su poesía más reciente, con poetas como Juan Gelman, Antonio Cisneros, Juan Manuel Roca, Eduardo Lizalde y José Emilio Pacheco, por mencionar algunos nombres.
No obstante, la obra de García Montero es profundamente española y ha dictado un estilo que le ha traído numerosos seguidores e imitadores; a diferencia de éstos, el poeta granadino se desmarca de sí mismo para buscarse en otros horizontes y otros dominios, se rebela y se manifiesta en su propia preceptiva para elaborar poemas que se elevan por encima de sus propias coordenadas.
Señala el antólogo, Juan Carlos Abril, cuatro ejes estilísticos en la obra de García Montero, siempre en dirección del optimismo: 1. Lo anecdótico amalgamado a lo satírico; 2. La poesía de la experiencia o de la nueva sentimentalidad; 3. La canción como inquietud sin objeto; 4, El tránsito de lo contemplativo a lo narrativo. Todo bajo la perspectiva geográfica del propio Luis García Montero, que se identifica y sitúa en medio de la poesía social, la tradición lírica de su país, las canciones populares y la vanguardia juvenil.
Al leer en sentido crónológico desde Tristia (1982) y Un jardín extranjero (1983), hasta A puerta cerrada (2017) y Además, constatamos que en verdad es una pertenencia múltiple, transfronteriza, aunque domine una sentimentalidad propia y recurrencias conversacionales, cotidianas, políticas, que no ideológicas, y nos quede clara la posición del poeta ante la sociedad y la historia.
Las formas verbales orientan la lectura y revelan la emoción y la ideas que guían cada poema, cada etapa en la vida intelectual y política, estética y dialógica del poeta. El yo lírico abandona con cierta urgencia el universo íntimo del autor para refugiarse en un personaje de tonalidades más abstractas. Es decir, el yo se convierte en un pretexto para hablar desde el ego como si de una multitud se tratara, como si el poeta encarnara la experiencia de una comunidad histórica y a la vez intemporal. Esa primera persona del singular está envuelta muy a menudo en una atmósfera del “nosotros”. Incluso en esos versos donde hay una vivencia singular, García Montero la dota de una fuerza común, como bien lo sugiere el título de su libro: Diario cómplice (1987), y un poema como pocos en su trayectoria, de carácter confesional, pero de una belleza erótica que coloca al lector en su yo, como “Aquel temblor de muslo”, de una frescura adolescente que se visualiza en el deseo del otro.
Lo conversacional es más que un recurso en la poesía de García Montero, es una vía regia para salirse del ensimismamiento y la contemplación desde el radio de uno mismo, para encontrarse consigo en el otro, en la orilla contraria. Textos como “Poética” resuenan con absoluta claridad en ese sentido y el tú, la segunda persona del singular se desdobla y nombra a alguien difuso, ambiguo, que va de la sombra y la presencia de un otro al reflejo del poeta en un espejo.
Para un poeta político, como es el caso de Luis, la primera persona del singular, el yo, y la segunda, el tú, no alcanzan para visualizar las inagotables omisiones de la historia, las circunstancias de cada episodio humano. Allí sólo puede colocarse como testigo de lo que ha escuchado o presenciado, de lo que supone y de lo que deduce, de lo que lee y de lo que observa, como en las escenas de “El lector”, donde se ve a sí mismo como parte de un cuadro que observa y es mirado, o mejor aún en “El insomnio de Jovellanos”, donde un yo es en realidad un él, que nos conduce hacia el pasado, un yo épico incapaz de levar su ancla del presente.
A partir de Completamente viernes, de 1998, García Montero tiende un puente hacia una nueva etapa de reconocimiento y de evolución en su escritura; se evade de los límites que él mismo pudiese haber impuesto a su poética, de las banderas que pudiesen gobernar y reducir su territorio expresivo. Se abren los registros en La intimidad de la serpiente (2003) y las certezas van perdiendo su consistencia de consigna o silogismo. Caigo en cuenta de los diálogos de García Montero, de sus juegos intertextuales con otros poetas que no podrían permitirle el anquilosamiento en fórmulas, en cartabones discursivos, tales son los casos de Joan Margarit, Luis Cernuda, Borges, Shakespeare, Baudelaire.
En su poesía no hay sólo líneas rectas, hay atajos, densas veredas, sinuosos trayectos, pero no pasajes abstrusos ni irracionalidad, pues dentro de su mecánica expresiva campea el imperativo de la claridad. Esa necesidad de la tercera persona, del contar más que del cantar, quizás lo empujó de manera casi natural a esa narrativa que se desprende de lo histórico y lo biográfico y no de la ficción sin ataduras extradiegéticas. No obstante, es la extrañeza el horizonte mental y existencial, emocional, lo que estimula a leer y a indagar en los versos de Luis García Montero, porque la sola certeza de que los sueños no son la vida es también la aceptación de su dominio en la construcción de cada realidad íntima y universal.
(José Ángel Leyva, La Jornada Semanal, La Jornada)