La pregunta es inmensa. Sobre ella, desde su nacimiento, que probablemente se remonte a la aparición del ser humano sobre la Tierra, se han dado tantas respuestas como la inmensidad de la pregunta exige. Todas las que conozco son hermosas, sugestivas y abisales. Todas, también, parecen coincidir en afirmar que la poesía es, de todos los lenguajes, el que posee lo más profundo del sentido del ser. De allí que los profetas hebreos dijeran que en ella se dice la voz de Dios (“Esto dice Yavhé”); los griegos, las voces de los muertos traídas por Mnemosina; Mallarmé, la de la tribu; Hölderlin, antes de su inquietante silencio, las del espíritu del pueblo. Podría seguir.
Sin embargo, y pese a todo lo dicho sobre ella, hoy, cuando el sentido de un más allá misterioso, inefable, ya no habita en la conciencia humana, no sabemos qué es. Objeto anómalo en un mundo de mercancías, se le encierra en ediciones de tirajes cada vez más pequeños o en esos sitios web llamados blogs, o en recintos cerrados como el museo, a donde un reducido público –constituido en su mayoría de amigos– asiste a consumir una mercancía tan extraña como inútil, un vestigio del pasado.
Algunos poetas podemos seguir pensando, diciendo y bordando sobre lo que han constituido las respuestas a la pregunta, podemos, incluso, decir que lo que pensamos, sentimos y experimentamos sobre lo que la poesía es, sigue siendo verdad, como la existencia del sol oculto por la noche. El hecho es que la poesía que se expresa en el lugar natural del poema ya no tiene ni la capacidad ni la autoridad, que tuvo en otro tiempo, para fundar el sentido del ser. Encerrada y dispersa en su encierro, se ha vuelto tan indefinible, tan imprecisa que a lo único que podemos aspirar, los que aún la leemos o asistimos a escucharla en algún sitio, es a un acto de fe en tal o cual poema o en tal o cual autor; a creer que lo que dicen y nos revelan del sentido es verdad en nuestro ser.
Yo, sin embargo, sigo creyendo que la poesía, no su ejercicio en el poema, todavía tiene la posibilidad de refundar, aunque sólo sea por momentos, el sentido del ser o, para decirlo en la forma modesta y acorde con un tiempo desacralizado del poeta y granjero estadunidense Wendell Berry, sigo creyendo que “la poesía tiene la responsabilidad de recordar, preservar y revelar las acciones acerca del pasado. Pero también tiene una enorme responsabilidad complementaria e igualmente pública: ayudar a preservar y clarificar las posibilidades de una acción responsable”.
Si es verdad que la poesía es lo que modestamente resume Berry, si es verdad que es un don, una gracia, una gratuidad que viene de lo más profundo del ser y fluye en el río subterráneo de la tradición, a pesar de todos las deslegitimaciones, encierros, dispersiones a la que ha sido sometida, para cumplir su labor de mantener vivo el sentido del ser, ella emergerá siempre en el espacio público sorpresiva e inesperadamente como aparece la gracia.
México tiene varios ejemplos. Me referiré a uno, el Movimiento zapatista.
En el que fue el subcomandante Marcos –una voz de tribu, como quería Mallarmé; “una botarga”, como se definió a sí mismo: “Por mi voz habla el EZLN”, una voz de los muertos o del genio del pueblo–, la poesía apareció con todo el peso de lo que las respuestas a las preguntas por la poesía nos han dado. A través de sus comunicados, de los símbolos y de los actos del zapatismo, volvimos a ver, a sentir, a acompañar y a ser interpelados por el sentido del ser. Allí, la poesía, como decía Mandelstam, fue una vez más “el arado que revuelve el tiempo para que las capas más profundas –la tierra negra del tiempo– puedan emerger a la superficie”.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a las autodefensas de Mireles y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales y refundar el INE.
(La Jornada Semanal, La Jornada)