Por fin llegó. Se detuvo en el pequeño pasillo de la entrada y se recargó en la puerta que acababa de cerrar. No prendió la luz. Larga la ciudad que lo seguía colgada de sus hombros y en los pies punzando su deriva cotidiana, inclinada un poco la cabeza, los ojos entornados, apretados los dientes y el oído alerta apenas para no caer. Miró la oscuridad con destellos de la calle en la ventana sin cortina, luego las sombras tendidas en el dorso de los muebles, temblorosas y dispersas en el piso, el silencio ovillado en los rincones y el polvo sumando soledades a la casa. Era un espacio pequeño y suficiente para el cuerpo de su edad y los nudillos deformes de los años. Ya no volvía de alguna parte, sólo llegaba y nada más. Entró en la habitación y se sentó en la orilla de la cama. Se quitó los zapatos. Se quitó la ropa. Se lavó la cara. Hacía tiempo que había dejado roto en los espejos su deseo, o eso quería su pensamiento, y los espejos se quedaron ciegos, mirando solos hacia adentro su vacío, inertes las trizas de su luz si alguna todavía. Hacía tiempo que había dejado en la mesita de noche las nostalgias de futuro que traman los insomnios, lo que haría que ya no, lo que no hizo que ya tampoco y para qué, y se quedaba inmóvil, envuelto en un presente mudo y soberano hasta dormirse, conforme en ausentarse de lo propio y también de lo demás, sometido con gusto resignado a un mórbido letargo. En el perchero del armario oscilaba delicado el brillo astroso de sus prendas; en la pared el paso indiferente de la calle, urdiendo sus ruidos y distancias o amarrando sus navajas a los recios tobillos del destino. Todo estaba en otra parte y él apenas en el soplo imperativo de su cuerpo, en la terrosa rutina de su ser. Abrió la cama y con esfuerzo se metió bajo las mantas. Antes de salir esa mañana había puesto sus únicas sábanas limpias y también lo había olvidado. La tela fresca le envolvió los pies, el ardor venoso anclado en las rodillas y los muslos, cubrió su pecho levemente hendido y se extendió en su espalda. Cerró los ojos. Muy despacio empezó a mover las piernas de un extremo a otro de la cama. Las puntas y lisuras de la tela rozaban los huecos y pliegues de su cuerpo, enfriaban su vieja soledad, incitaban el olvido de su amor en el mundo afuera y en los ecos de su voz, y al filo de sí mismo otra vez le daban textura al tacto y sentimiento de su piel. Poco a poco entonces su tiempo anquilosado alcanzó la hondura de otro cuerpo que sólo vislumbró y no supo si estaba en su memoria: “Cuerpo, recuerda”, se dijo, y abrió los ojos que el techo ya no pudo contener: “[…] esos deseos que por ti/ brillaban en los ojos claramente/ y temblaban en la voz ‒y que algún/ obstáculo fortuito impidió./ Ahora que ya todo está en el pasado,/ casi parece que a esos deseos/ te entregaste ‒cómo brillaban,/ recuerda, en los ojos que te miraban,/ cómo por ti temblaban en la voz, cuerpo, recuerda.”* Desde el centro mortecino de su casa varada en la distancia de la calle, de siglos atrás y los que faltan, subieron a sus ojos esos ojos que alguna vez así lo vieron y salvaron; y los propios ojos con que así miró y entonces acaso fueron salvación: “Te acompaño, mi dios, esposo mío./ Es delicioso bajar al río/ y hacer lo que me pides./ entrar al agua, bañarme frente a ti.// Te dejo ver mi belleza/ bajo el lino delgado de la túnica,/ empapada en esencias,/ impregnada de aceites.// Por estar contigo/ me sumerjo en el río y salgo/ con un pez rojo en las manos./ Es feliz entre mis dedos./ Me lo pongo sobre el pecho.// Oh, mi dios, esposo mío./Ven, y mira.”**
*“Cuerpo, recuerda”, fragmento, C. P. Kavafis, versión de Francisco Torres Córdova.
** Poema del antiguo Egipto (entre 1580 y 1085 aC), versión de Francisco Segovia.
(La Jornada Semanal, La Jornada)