Siguiendo la obra de Svetlana Alexiévich ('La guerra no tiene rostro de mujer'), Mara La Madrid y Juan Gelman ('Ni el flaco perdón de Dios') y de Sergio González Rodríguez ('Huesos en el desierto' y 'Hombre sin cabeza'), aquí se describen y analizan los recursos esenciales de una forma de escritura que, para dar cuenta de la realidad, las reúne casi a todas: crónica periodística, reportaje, documento, testimonio, entrevista, ensayo y poesía
A Cathy Fourrez
"Llegué a Berlín. En la pared del Reichtag escribí: “Yo, Sofía Kuntsévich, he venido aquí para matar la guerra.”" (Svetlana Alexiévich)
La literatura de ficción, es verdad, construye y recrea mundos posibles que muchas veces se vuelven realidad, otras veces sólo se le parecen. La literatura testimonial, por el contrario, explora y construye con los materiales de la realidad un relato no sólo verosímil, sino veraz. Revela causas y efectos, evidencia realidades ocultas, silenciadas, tergiversadas, omitidas, olvidadas. Da voz, devuelve las emociones enterradas en cifras, noticias, estadísticas, convenios, políticas.
Las fronteras narrativas se desplazan y se trasmutan de un extremo a otro en zonas libres de etiquetas. Lo que antes estaba vedado hoy en día es un gran campo de experimentación del lenguaje y de sus expresiones formales, estructurales. Se amplían las posibilidades de contar y de animar –humanizar?– aquello que ha sufrido la cosificación y hasta la comercialización informativa y literaria. La poética al servicio de un relato que puede llegar a conmovernos a menudo más por el cómo se dice que por aquello que se narra. De ninguna manera con el ánimo de opacar la realidad, sino de actualizarla. No hablamos del pasado en términos históricos, sino de una actualidad minimizada y desechada como trapo viejo: “Aquí no ha pasado nada.”
Es muy vasto el territorio de esa literatura testimonial, narrativa, periodística, o de ese periodismo literario, periodismo narrativo, que se expresa sobre todo en la crónica o en reportajes maridados con ensayo y crónica, como lo hacía con gran desenvoltura y maestría el mexicano Sergio González Rodríguez. Pero podemos pensar en otros modelos más sencillos, y no por ello más simples, como el de la bielorrusa Svetlana Alexiévich, en una obra como La guerra no tiene rostro de mujer, que nos coloca ante un desfile de voces femeninas que exhuman literalmente sus memorias. Se trata de una arqueología de la segunda guerra mundial durante la defensa de la ex Unión Soviética, que costó más de 20 millones de vidas.
Ni el flaco perdón de Dios es también un libro que entra en esa dinámica narrativa de concitar testigos y víctimas, afectados directa o indirectamente por las atrocidades perpetuadas por la Junta Militar de Argentina en los años setenta. Mara La Madrid y Juan Gelman urden una investigación con olfato detectivesco y periodístico, literario y, también hay que anotarlo, psicoanalítico. Editado primero en 1997, y luego en 2017, este libro sobre el cual Mara escribe en 2016: “Solito se iba ordenando como si fuera una partitura musical, un cuadro o una secuencia de imágenes. Una ficción que, sin saber, apuntaba a una verdad.” La experiencia de ese libro, que no su investigación, llevó a la localización de Macarena, la nieta de Gelman nacida en cautiverio en Uruguay.
Las obras referidas son un ejemplo de literatura testimonial en las que, de diversas maneras, se convocan y se liberan voces que dicen su vivencia, su información sobre aquello que fue hundido en la oscuridad y en la amnesia. Estos libros no echan luz, ni pretenden demostrar, sino, como dicen los autores de Ni el flaco perdón de Dios, sólo mostrar. También lo expresa Alexiévich en sus historias narradas por mujeres excombatientes; se trata de la “luminosidad” emergente en cada testimonio, de una lucidez que proviene de la memoria de los sentimientos, del dolor, de la vergüenza, de la incredulidad tras la justificación de la Historia. Quizás porque ellas, a diferencia de ellos, no fueron concebidas para alimentar la guerra.
Ni el flaco perdón de Dios y La guerra no tiene rostro de mujer tienen en común el empleo directo de las voces involucradas, el aislamiento del narrador externo casi en su totalidad. Son trabajos arduos de investigación y de edición, depuración y filigrana en el discurso en bruto, para entresacar y resaltar una poética de la visibilidad, de hechos remotos o con las heridas expuestas todavía.
A diferencia de los ejemplos anteriores, Sergio González Rodríguez trabaja en la inmediatez de la historia, se involucra en los flujos periodísticos que consignan centenas de miles de muertos, desaparecidos, mutilados, secuestrados, al tiempo que define un punto de inflexión de las instituciones mexicanas: el asesinato de Luis Donaldo Colosio y la serie de ejecuciones políticas que le siguieron, los escándalos en las altas esferas del poder y la rebelión y revelación de los pueblos originarios que pedían la inclusión nacional y el respeto a sus autonomías. De pronto, una parte importante de la sociedad nos reconocimos indios. Descubrimos que la sociedad mexicana, mayoritariamente mestiza, es racista, clasista y le otorga un valor intrínseco al color de la piel. En ese caldo de cultivo el crimen organizado tenía sentados ya sus reales.
La miseria, la enorme frustración, el machismo, el racismo, el desmoronamiento moral de las instituciones, la corrupción, la injusticia, pero sobre todo la impunidad eran, y son, los mejores aliados para las acciones criminales y sus cada vez más elocuentes actos de crueldad, para sembrar y cosechar, a la vista del mundo, el terror. Las fosas clandestinas y los feminicidios serían efecto de una descomposición sin remedio, una enfermedad ante la que se optaba por ignorar causas y vacunas. González Rodríguez le da voz a miles de decapitados, de violadas, de víctimas anónimas, incluso de asesinos arrepentidos, pero nunca a los victimarios. Intenta revertir esa primera reacción cómplice de la doble moral: “Algo malo habrán hecho.” Esa misma frase que negó en las dictaduras fascistas de América Latina el reconocimiento de la verdad.
González Rodríguez emplea en su narrativa cualquier técnica periodística que le sea útil para contar: crónica, reportaje, testimonio. Las herramientas literarias son parte de su instrumental y no es extraño advertir entreverado el ensayo. Más aún, acierta a menudo con líneas de gran calidad poética que no sólo sintetizan significados sino intensifican el realismo del relato. Por ejemplo, en Huesos en el desierto, tras una descripción de las atmósferas carcelarias y los hallazgos de cuerpos sin vida de chicas humildes, migrantes, obreras, sometidas a todo tipo de vejaciones sexuales y tortura, el autor concluye el capítulo: “Afuera del reclusorio la noche se coagulaba en el desierto.”
Alexiévich, Mara y Gelman no sólo no evaden el lirismo sino que lo potencian y lo distribuyen de manera inteligente a lo largo de sus respectivas obras, otorgándole fuertes dosis de emotividad y belleza a la narrativa, a sus significados. La bielorrusa extrae del silencio la noción de exterminio de la guerra que representó el Holocausto no sólo para los judíos y gitanos, sino para todos los pueblos invadidos por la Alemania nazi. Ni el flaco perdón de Dios conduce a la tragedia impuesta por un régimen que emulaba las prácticas de exterminio y de tortura sobre quienes pensaban diferente o eran insumisos a un sistema autoritario, corrupto y criminal. Porque, como afirma Pilar Calveiro en sus páginas, dentro de esa máquina asesina hay un componente social y una estructura burocrática que desaparece las responsabilidades: unos matan por obediencia y otros dan órdenes, pero no se manchan la manos. Luego, ya nadie quiere escuchar a las víctimas, nadie quiere ver lo feo de la violencia, del dolor y de la muerte.
“Te estarán esperando. A ver si me explico: recordar asusta, pero no recordar es aún más terrible”, le escribe un colaborador a Svetlana aludiendo a una lista de mujeres que desean contarle su historia. En ese mismo sentido, Gelman me respondió un día a la pregunta de si no se había cansado ante la búsqueda “imposible” de su nieta: “Puede ser muy cómodo renunciar a la verdad, a la búsqueda, protegerte en tu zona de confort y decir ya pasó, pero entonces, ¿el hombre es memoria o qué?
En El hombre sin cabeza y Huesos en el desierto, Sergio González Rodríguez apela a los testimonios pero se apoya además en archivos, en actas y en una amplia bibliografía sobre el crimen organizado, incluso en fuentes históricas y literarias. Lo suyo no es la memoria de largo plazo sino la inmediata, donde retumba la creciente de un cauce criminal que sigue cometiendo más y más asesinatos de periodistas, mujeres, migrantes y ciudadanos en general. La gran maquinaria del crimen se reproduce como hidra en las entrañas mismas del Estado. El autor compara a estos organismos con una plaga de parásitos hematófagos. Para vivir demandan sangre con la que alimentan a sus larvas, y éstas son transportadas por contacto con la corrupción y la impunidad de un sistema, aprenden a sembrar el terror y se nutren con el miedo de los otros. Imponen una moral asesina entre sus filas, basada en la lealtad y en la obediencia a sus superiores. Mientras tanto, como afirma, González Rodríguez, la justicia del Estado es una ficción.
La literatura testimonial apela a la imaginación, pero no a la fabulación, no fundamenta su quehacer en el mito, va directamente a su materia de investigación, a exhibir, a extraer verdades, a disipar sombras y cenizas que suelen ocultar y negar la realidad. No buscan el entretenimiento, por el contrario, elaboran un discurso que puede incomodar a quienes no desean ver. Sergio González resume así su acción narrativa: “Comencé a interesarme en los homicidios contra mujeres en Ciudad Juárez durante 1995. Una mañana de 1996, salí de la Ciudad de México hacia la frontera norte. Y hallé un rastro de sangre. Desde entonces lo he seguido.” Es en el lenguaje donde podemos encontrar ese punto de confluencia y de movilidad entre los géneros. La poesía entra allí con todo su poder revelador y su capacidad emotiva, nos acorrala y nos libera al mismo tiempo.
No pensar, no conocer ni reconocer es la estrategia de un sistema enajenante que nos vende fórmulas de felicidad en medio del desastre, en un país con 43 estudiantes desaparecidos, miles de mujeres asesinadas, cientos de miles de crímenes sin resolver. Cuando Sergio González escribía el Hombre sin cabeza en realidad estaba mostrando no un individuo, sino un país decapitado. No puede negarse que en estas escrituras hay un lirismo, una poética que nos conmueve y causa placer estético al tiempo que devela una realidad que responde a la pregunta ¿qué es la literatura testimonial?: “¿Y dónde está el asesino? Yo me quedo con el muerto. ¿Y el asesino entrega qué? En este sistema la muerte es el final del todo. Nosotras decimos: ‘Esto todavía no empezó’. Por eso todo el tiempo le ponemos vida a la muerte.” (Hebe Bonafini, Madres de la Plaza de Mayo).
(José Ángel Leyva, La Jornada Semanal, La Jornada)