Escritor
Poeta, novelista, ensayista, dramaturgo, Frédéric Boyer (Cannes, 1961) es de esos autores que se resisten a ser catalogados de acuerdo a la jerarquía de los géneros. Para él lo relevante de la literatura es la posibilidad de establecer un vínculo entre palabra y vida. Ganador de algunos de los más prestigiosos galardones de las letras francesas, su última novela, «Ojos negros», acaba de ser publicada en castellano
"Cuando, a menudo, me preguntan, ‘¿sus libros son autobiográficos?’, yo siempre respondo lo mismo: ‘No es mi vida la que estoy contando, sino la de usted’."
"La poesía siempre nos sitúa ante un espacio de incomodidad y eso es algo que puede llegar a irritarnos, pero también nos empuja a transformarnos por dentro."
"La grandeza del ser humano consiste en reconocer que no somos dueños de todas nuestras pulsiones y en aceptar nuestras propias debilidades."
"Cuando una novela o una poesía hablan de amor, de lo que están hablando realmente es de la frustración que nos produce no saber en qué consiste el amor."
En “Ojos negros”, Frédéric Boyer, con una prosa cargada de poesía e introspección, lleva a cabo un viaje a su infancia para intentar rescatar el recuerdo del primer deseo, una imagen que le ha perseguido el resto de su vida y que se resiste a ser capturada.
- Hay una frase en el libro que puede servir para sintetizar el espíritu de este: «Si uno está convencido de ver claro todo lo que hace es que ha dejado de vivir». ¿Se reconoce en ella?
- Sí, porque cuando uno es capaz de contemplar su vida de una manera diáfana es una señal inequívoca de que todo ha terminado. La literatura es un modo de avanzar hacia ese estado de plena lucidez pero asumiendo que nunca puedes llegar a alcanzarlo. Todas las grandes novelas están construidas sobre la base de esa búsqueda: queremos comprender en qué nos hemos equivocado, asumir la naturaleza de nuestros actos. Escribir sirve para arrojar luz sobre nuestra vida.
- Resulta paradójico que en ese intento por arrojar luz sobre su infancia, su relato, poco a poco, se vuelva más confuso.
- Es que esa exigencia por clarificarlo todo resulta muy agotadora. Se trata de una búsqueda casi espiritual que nos hace precipitarnos al abismo. En una de sus cartas a su hermano Theo, cuando este le reprocha su falta de amor, Van Gogh le decía: “Quise amarte tanto que terminé por encontrar el humor negro que hay en el amor”. Es inevitable que queriendo iluminar un episodio de tu vida termines perdido en la oscuridad.
- ¿Fue muy difícil encontrar el lenguaje para articular esa paradoja que sustenta la novela?
- No porque yo estoy metido de lleno en esa paradoja. Cuando escribo intento seguir un procedimiento analítico, narrar para mí es casi como una búsqueda filosófica, intento encontrar unas respuestas y ese proceso es el que define el lenguaje de la novela.
- Da la sensación de que «Ojos negros» busca generar en el lector un efecto emocional antes que relatarle unos hechos.
- Es cierto. Cuando escribo un relato, tenga este una base ficticia o, como en este caso, parta de una evocación de los propios recuerdos, lo que busco es tocar la sensibilidad del lector. Se puede decir que soy un escritor de melodramas (risas). Suena grandilocuente pero es así, yo creo que el melodrama es el género que define nuestras vidas.
- ¿Pero cómo se hace partícipe a alguien anónimo de esas sensaciones tan particulares?
- Yo es que cuando escribo siempre me dirijo a alguien, no me interpelo a mí mismo sino que las preguntas que me planteo siempre tienen un destinatario. Por eso cuando, a menudo, me preguntan, “¿sus libros son autobiográficos?”, yo siempre respondo lo mismo: “No es mi vida la que estoy contando, sino la de usted”. En el caso de “Ojos negros”, yo creo que todos hemos tenido un amor de infancia, partiendo de ahí es fácil que nos sintamos concernidos por lo que cuenta la novela. Es como cuando leo “Anna Karenina”, siempre me da por pensar que yo también soy Anna Karenina.
- ¿Dónde está la frontera entre lo personal y lo universal?
- Es una buena pregunta. Yo creo que se trata de una frontera muy tenue y justamente es ahí donde radica la grandeza de cualquier forma de expresión artística, en la fina línea que separa lo particular de lo universal. La fuerza de la literatura está en su capacidad para convocar todas esas emociones que ocupan un espacio marginal dentro de cada uno de nosotros y servirse de ellas para narrar una tragedia colectiva. Eso es algo que hace muy bien, por ejemplo, Emmanuel Carrère, un autor al que admiro mucho.
- ¿Cree que lo que vivimos en la infancia nos define como personas? ¿Se trata de un territorio universal?
- Es universal en la medida en que nos concierne a todos, todos hemos sido niños pero eso no significa que sepamos algo de la infancia. Entre los escritores hay una tentación muy fuerte por idealizar la infancia porque es un territorio que hemos abandonado. Toda nuestra vida nos la pasamos añorando ese paraíso perdido y esa tristeza es algo común a todos nosotros. No tenemos recuerdos sino que los construimos.
- ¿Piensa que, como decía Rilke, la verdadera patria del hombre es la infancia?
- Sí, es la verdadera patria del hombre, una patria de la que estamos exiliados y a la que nunca vamos a volver. A menudo se dice que las personas mayores viven una suerte de regresión a la propia infancia pero hay algo horrible y monstruoso en dicha experiencia en la medida en que nos devuelve una versión grotesca de nosotros mismos.
- Dado que al final del camino no se atisba ninguna certeza, ¿qué sentido tiene el hecho de viajar hasta nuestra infancia como hace usted en esta novela? ¿Vale la pena?
- Sí, vale la pena. Aunque sea un viaje imposible, el emprenderlo nos humaniza. El hecho de querer volver a un país que ya no existe y que, en el caso de existir, no tiene nada que ver con aquel territorio que habitamos en su momento, nos hace tener conciencia de nuestra propia fragilidad. Además nos ayuda a evitar la tentación de imponer nuestra identidad al resto ya que el hecho de vivir exiliados del país de la infancia nos priva de tener una identidad definida.
- ¿Qué papel juega la poesía a la hora de alumbrar esas contradicciones del alma?
- La poesía siempre nos sitúa ante un espacio de incomodidad por cuanto nos confronta con nuestro propio ser y eso es algo que puede llegar a irritarnos pero también nos empuja a transformarnos por dentro, a cuestionar nuestra esencia.
- En una sociedad tan prosaica como la actual, ¿diría que la poesía mantiene esa fuerza transformadora?
- Es difícil contestar a eso sin parecer un cretino o como un viejo imbécil preso de la nostalgia (risas). Pero lo que es cierto es que la fuerza de la poesía radica en la posibilidad de alimentar un espacio dentro de nosotros mismos a partir del vínculo que hay entre la palabra y la vida. Si algún día desapareciera ese vínculo, la humanidad quedaría abocada a un proceso de transformación tan fuerte que no me quiero ni imaginar qué consecuencias tendría. De hecho, a veces pienso que el valor que damos a la inmediatez en la comunicación no es sino un intento por despojarnos de esa vida interior que es la que verdaderamente nos enriquece.
- El amor es un concepto que está en la base de toda creación poética, pero, ¿cómo aproximarse al mismo sin banalizar su alcance de tantas veces como ha sido evocado?
- Yo creo que, en el fondo, no sabemos nada del amor. Cuando una novela o una poesía hablan de amor de lo que están hablando realmente es de la frustración que nos produce no saber en qué consiste el amor. ¿Por qué un concepto que no logramos dominar nos excita tanto? Esa es la gran pregunta.
- Usted en «Ojos negros» habla del primer deseo y de cómo esa imagen condicionó toda su vida amorosa posterior.
- El primer deseo es como una cicatriz que siempre nos acompaña pero que no acertamos a recordar en qué momento nos la hicimos. Es un instante de esplendor demasiado efímero como para llegar a dominarlo, ninguno de nosotros es capaz de dominar sus deseos.
- ¿Cree que utilizamos el amor para blanquear el deseo?
- Totalmente, pero eso es así porque estamos tan desprovistos ante la fuerza del deseo que nos servimos de la palabra amor como coraza. Es verdad que podríamos decirle a alguien “te deseo”, pero nos sale más fácil y más natural decir “te amo”.
- Quizá porque el deseo nos parece algo irracional, ¿no?
- Puede ser, pero la grandeza del ser humano consiste en reconocer que no somos dueños de todas nuestras pulsiones y en aceptar nuestras propias debilidades.
Tener conciencia de nuestra animalidad es lo que nos diferencia de los animales.
(Jaime Iglesias, Gara)