Historiador
Las últimas semanas, mediática y físicamente, han sido bestiales: más de una decena de denuncias en la Aste Nagusia de Donostia, la grupal de Bilbo, las querellas en Gasteiz, la detención del violador en serie del Goierri… Desgraciadamente, nada nuevo bajo el sol. En un universo donde la mujer sigue siendo objeto de consumo, las denuncias de violaciones y abusos sexuales se mantienen como en otras épocas supuestamente más retrógradas.
He asistido a varias de las concentraciones de repulsa, he leído declaraciones y seguido relatos y hay uno con el que no estoy en absoluto de acuerdo. Se trata del mensaje de que los violadores o, en otros casos, los machos alfa asociados al patriarcado, se corresponden con un perfil definido: hombre blanco, burgués y hetero, inmerso en una sociedad capitalista.
Considero que esta lectura no favorece en nada la reflexión sobre el papel histórico del hombre en la sociedad y su relación de poder con respecto a la mujer. Más aún, que retrocede en la conversión de lo masculino y femenino en cuestión de género, tal y como se ha realizado en las dos últimas décadas, para introducirnos en un escenario irreal, el del mundo desarrollado, el de la post-sociedad o como queramos denominarlo, sin reparar que en el mundo en el que vivimos hay numerosos submundos que algunas y algunos se niegan a conocer.
Tengo la impresión que nos dejamos llevar demasiado por las versiones que el propio sistema es capaz de integrar, para mantener su perversión. Entre ellas, la extensión de la campaña «Me too», donde las actrices se enfrentaban efectivamente a un perfil de acosador definido, el blanco endiosado forrado de pasta. Como las que denunciaron recientemente a Plácido Domingo. Pero hay vida y submundos, y vaya que sí, al margen de Hollywood.
Mi explicación. «Hombre blanco». ¿Alguien me puede definir qué es eso de «hombre blanco»? Los ecotipos humanos (o razas según el discurso xenófobo) no llegan siquiera al 10% de la divergencia humana. ¿Solo los «blancos» son violadores en potencia? ¿Y los morenos? ¿Y los tostados? ¿Y los negros? ¿Y los de ojos azules? ¿Y los de pelo rizado? El sistema de castas en India, por ejemplo, ahonda en la «cultura de la violación»: 40.000 imputaciones el pasado año, calculando los expertos que el 90% no llega siquiera a la denuncia. ¿Son blancos los hindúes? ¿Tiene los ojos claros los tamiles?
¿Hetero? En un gran porcentaje. Pero, ¿qué me dicen de los curas pederastas? Las violaciones homosexuales son una pequeña parte del iceberg cuya visibilidad en estos momentos, exceptuando episodios puntuales en prisiones, armadas y escuelas, es prácticamente nula.
En Sudáfrica, mayoría negra, se denuncia una violación cada 25 segundos, la muerte violenta de una mujer cada seis horas. Casi cien mil denuncias de violación el pasado año. Uno de cada cuatro hombres ha participado en una violación colectiva en el trascurso de su vida. Y no son burgueses, precisamente. Sudáfrica es el país del planeta con mayor desigualdad. Más de la mitad de la población vive por debajo del umbral de la pobreza. Me dirán que es una consecuencia de la distribución capitalista y que, efectivamente, los violadores también son víctimas del sistema. Pero no lo comparto.
Porque el patriarcado, en particular la posición de poder representada por lo masculino y con ella la cultura de la violación, es una tendencia y expresión precapitalista. No quiero remontarme demasiado, pero hoy unos y otros coinciden en que la crónica de esa relación de poder llegó con la domesticación de plantas y animales y la sedentarización de las comunidades neolíticas.
Así, la historia nos ha enseñado que en los países socialistas, con su majestuosa aportación de la mujer a la educación y al mercado del trabajo remunerado, las tendencias de la sociedad capitalista con respecto a tareas domésticas y otras, siguieron correspondiendo a la mujer. Y sobre las violaciones, las páginas detestables de la humanidad tuvieron también reflejo en los Estados socialistas. Quien desconozca el tema que busque al Ejército Rojo avanzando sobre Alemania en los estertores de la Segunda Guerra Mundial que se portó de una manera muy similar a lo que hizo el yankee cuando ocupó Japón.
Hay toda una cultura de dominación que es transversal a la humanidad, a su pasado y a su presente, por encima de cuestiones meramente coyunturales, de ecotipo y de clase social. El patriarcado fue ahondado por las religiones abrahámicas (hebreos, cristianos y musulmanes), pero también por las politeístas y por las viejas doctrinas que se consideran morales, tales como el budismo, el taoísmo o el confucionismo. Lo que nos lleva a la reflexión de que la utilización del cuerpo de la mujer como objeto supera religiones, ecotipos y sistemas económicos.
Hay comunidades donde la cultura de la violación está arraigada por el hecho religioso con la marca de la confesionalidad institucional. Para los mandos franceses, su violaciones en Argelia eran «fruto de la galantería histórica de los soldados franceses» (sic). En la actualidad, imanes argelinos llaman a la yihad «contra las mujeres que viven solas, por inmorales» (sic). Son comunidades con un desprecio histórico y gigantesco hacia la mujer, considerada exclusivamente en su hecho biológico, la maternidad, y obviando el resto de sus derechos, humanos y colectivos. Y esa filosofía, lo vemos también en la cercanía, se exporta y se importa.
Declaraciones como algunas institucionales en el sentido de que las violaciones estivales han sido las habituales, que el número de ellas no se ha disparado pese a la alarma social, o como la nota de la Policía Autónoma sugiriendo a las mujeres que se queden en casa, son pasos atrás que, aunque no avivan la cultura de la violación, evitan poner en cuestión el patriarcado, origen de la cuestión. Porque, entre otras reflexiones, todos los mensajes son hacia las mujeres, ninguno al sector de donde parten los violadores, los hombres.
(Gara)